Así, de repente, una noche en el Torcal, metido en aquellos valles, las piedras danzando o ¿eran sus fantasmas?, no recuerdo. Me quedé sentado justo en el camino, estaba embarrado, en mis pantalones y botas ya no se distinguía el color, sudoroso de tanta caminata; el día amaneció un poco tonto, lluvia, mucho viento y un frío polar. Y de pronto, todo se despejó, se abrió el cielo, también mi mente y lo más extraño, el corazón, aquel que Mathias Malzieu narraba que había que darle cuerda todos los días y lo peor, que nunca debía enamorarse. Pues en medio de todo ese espectáculo de Gaia, se puso delante; mi corazón con tiritas, mi niño olvidado, aquel del que nunca renunciaré.
Comenzó a hablarme, como siempre lo hace, contundente, sin ningún protocolo, aunque ahora que lo pienso, creo que se estaba riendo de mi ¡maldito tunante!.
.- Oye, chaval, ¿que te pasa con tanta dramatización?¿no va siendo hora de que termines ya con tanta lágrima fácil e idiota?
Me quedé con los ojos de par en par, maldito corazón envalentonado, quien le ha dado vela en este entierro.
.- Levanta, corre y sigue a aquella estrella, la que más brilla; dice que te echa de menos, pero ten cuidado de no tropezar, demasiadas piedras llevas ya en tus zapatos.
Otra vez extrañado de lo repelente e irreverente, que me hablaba; ¡un respeto!, le gritaba.
.- Perdiste todo respeto desde que ya no tienes tu sitio en la vida, recupéralo y entonces, solo entonces, te trataré como te mereces; total indiferencia.
Estaba tan asustado de haberle escuchado que me quedé inmóvil. Un zorro empezó a mordisquearme los cordones de los zapatos, pequeño juguetón que me sacó de mis pensamientos.
Me levanté, alcé la vista a la estrella que más brilla, le sonreí y dije:
.- Aunque no me escuches, un día me fundiré con tu luz.
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