martes, 6 de octubre de 2009

Un recado



Me dijo: "Tráeme tan solo tres cosas, un dulce, una pizca de sal y tu silencio"


Sali a la calle, cabizbajo, sin entender absolutamente nada de lo que mi madre me había pedido, mientras paseaba camino del ultramarino, venían los olores de la cafeteria, de la tienda de las especias y de un camión de basura que pasaba junto a mi, rumbo al vertedero; de un plumazo me quito el placer del buen aroma, podría haber tardado un poco más en su ruta, la madre que lo parió.


Entré en la tienda, el señor Camilo, detrás de su bigote y con toda la arrogancia del mundo que le cabía en los bolsillos, me preguntó, "¿qué quieres muchacho?"


- Tan solo un dulce.


El muy, no sé como explicarlo, socarrón diría yo, me miró de arriba a abajo y cogió un dulce, de esos rellenos de chocolate, recubierto de chocholate y con virutas de chocolate, o que os creíais que llevaba aparte de chocolate, lo envolvió en papel de periodico, aparte de arrogante, tacaño, lo tenía todo el pobre hombre. Me lo dá y me dice que la pizca de sal se lo pida a la vecina, que no tiene tiempo que perder conmigo; recapitulo, arrogante, tacaño y hombre ocupado, pobrecillo.


Salí de la tienda hacia mi casa, pero obviamente antes me paré en la casa de la vecina para la pizca de sal, al contrario que don Camilo, doña Ágata era aún peor, asi que nada de contrario, me recordaba a la señorita Rottenmeier, delgaducha, siempre vestida de negro, con un reloj de broche, que no sé para que se lo ponía, porque de lo estirada que era seguro que le dolía el cuello para doblar la cabeza y mirar la hora. Abrió la puerta esa nariz aguileña que lo único para lo que servía era para sostener unas estrechas gafas, "¿Qué quieres Mateo?" en este punto no voy a explicar el timbre de su voz, así que imaginároslo, estaba entre el chirrido de una puerta y unas uñas resbalando por una pizarra.


-Tan solo una pizca de sal que me ha pedido mi madre.


Me cerro la puerta en las mismisimas narices, pero como yá la conocia esperé y esperé y esperé hasta que ella abrió la puerta después de mucho tiempo "Ahh ¿todavía sigues aqui? creía que no te tendría que dar tu pizca de sal, bueno...aquí la tienes y que te aproveche. Por lo menos me darás las gracias, ¿no?


-Gracias señora Ágata, en eso que extiende su brazo, abro la palma de mi mano, y la señora en un pellizco de sus dedos traía la pizca de sal, y con una sonrisa dibujada en su cara, me la da.


-Gracias señora Agata, repetí y pensé menuda señora más bien puesta y generosa, que vecina más agradable.


Y ahí marché para casa en silencio, ¡vaya! me falta el silencio, bueno, en algún sitio tenía que comprarlo. Repasemos, en el ultramarino, allí no venden, ni en la cafeteria, mucho menos mi vecina, entonces, ¿donde encontraré el silencio?.


-Madre, madre, ya he llegado, subí de dos en dos los escalones, entré corriendo en la habitación, con el dulce en una mano y la pizca de sal en la otra.


Estaba recostada, con su camisón blanco y los párpados a medio cerrar, me senté al borde de la cama, dulcemente me acarició la mejilla.


-Hijo, la vida se compone de momentos dulces y salados, prueba el chocolate, por favor.


Ahí que fui, vaya mordisco que le pegué, estaba riquísimo.


-Ahora lame la sal de tu mano.


Así lo hice, que mala que estaba.


-Fíjate, mi bien, la mano de la sal está vacía, y la del dulce aún te queda mucho para disfrutarlo, asi es como deber de ser la vida, una mezcla de azucar y sal, pero saborea lo más que puedas el chocolate, hazlo sin miramientos que para la sal siempre hay tiempo.


Entonces levanté los ojos la miré y pregunté ¿madre, y mi silencio? ¿madre?


Se había dormido y me quedé en silencio, mi silencio, el que ella me había pedido. No tuve que comprarlo, madre me lo mostró.


En ese preciso momento mi padre posa una mano en mi hombro, -hijo, se acabó, ya está.